La gripe española, llamada algunas
veces la "dama española", recibió este nombre equivocado
debido, en parte, a la censura de guerra. Tanto las fuerzas aliadas
como las del Comando Central habían sufrido grandes pérdidas por
causa de la gripe española, pero las partes en guerra restringían
la información para que no llegara al enemigo, ya que podría
utilizarla con provecho. Sin embargo, los periódicos españoles, que
no estaban censurados, hablaban abiertamente de los millones de
españoles que habían muerto durante los meses de mayo y junio de
1918 a causa de la gripe, y esta información llegó a todos los
periódicos del mundo. España, ofendida por el poco halagador
epíteto, acusó a Francia, diciendo que la enfermedad había venido
de sus campos de batalla y había volado sobre los Pirineos, llevada
por el viento. El nombre erróneo perduró hasta nuestros días.
Desde los campos de batalla de Europa,
la epidemia evolucionó rápidamente hasta convertirse en pandemia;
la enfermedad se propagó por el norte hasta Noruega, por el este
hacia China, por el sudeste hasta la India y, por el sur, hasta Nueva
Zelanda. Ni siquiera los habitantes de las islas permanecían
inmunes. De polizón en buques y en portaaviones de la Marina, en
navíos de la marina mercante y en trenes, el virus viajó hasta los
rincones más alejados. En el verano de 1918, ya había asolado al
Caribe, Filipinas y Hawai. La epidemia hizo estragos en Puerto Rico
pero, asombrosamente, apenas tocó la zona del Canal de Panamá, la
encrucijada del mundo en esa época. Se culpa al vapor "Harold
Walker" de haber llevado la gripe a Tampico, México. En apenas
cuatro meses, el virus había dado la vuelta al mundo y regresado a
las playas de Estados Unidos.
La segunda y la tercera olas de la
gripe española arremetieron contra Estados Unidos en los meses de
invierno de 1918. En esta oportunidad, los civiles no permanecieron a
salvo. Los pueblos indígenas del país, especialmente las tribus de
Alaska, sufrieron enormemente. La gripe acabó con los habitantes de
algunos pueblos de Alaska, mientras que otros perdieron la mayor
parte de su población adulta. A los habitantes de las grandes
ciudades también les fue mal. La ciudad de Nueva York enterró a
33.000 víctimas. Filadelfia perdió casi 13.000 personas en cuestión
de semanas. En muchas ciudades, abrumadas por el número de
cadáveres, se agotaron los ataúdes y algunos tuvieron que convertir
los tranvías en coches fúnebres para satisfacer la demanda.
Crosby describe hasta qué punto
estaban sobrecargadas de trabajo las empresas funerarias:
En algunos casos, los muertos se
dejaban en la casa durante varios días. Las funerarias privadas
estaban abrumadas, y algunas se aprovechaban de la situación
subiendo los precios hasta un 600%. Se presentaron quejas de que los
empleados de los cementerios cobraban 15 dólares por los entierros y
hacían que los familiares mismos cavaran las tumbas para sus
muertos.
La vida quedó en suspenso. En Boston,
el gobierno cerró las escuelas públicas, los bares y otros espacios
públicos. Los policías de Chicago tenían órdenes de detener a
todo aquél que estornudara o tosiera en público.
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