Visto desde cualquier país un poco
desarrollado pueda parecer que todo esto forma parte de un pasado muy
lejano, pero lo cierto es que en términos históricos se trata de
una realidad reciente. Todavía en pleno siglo XX eran posibles las
grandes epidemias, sin fronteras y fuera de todo control. La
última, iniciada en 1918, fue la “gripe española”.
Paradójicamente, España no fue el
foco, aunque en su momento así pudiese parecer, por la especial
virulencia y por la publicidad inmediata. Lo cierto es que en muchos
otros países la epidemia ya estaba haciendo estragos cuando
empezaron a publicarse las primeras noticias sobre sus efectos en
España. La diferencia es que España era un país neutral en la
guerra, y la prensa española dio estas noticias sin ningún
impedimento, mientras que en la mayor parte de Europa se consideró
necesario mantener el secreto para evitar desmoralizar a la población
y dar ventajas al enemigo.
La epidemia, de hecho, fue mundial. Su
transmisión se vió favorecida por el transporte de tropas durante
la guerra, como en tantas otras ocasiones anteriores. Pero esta vez
existían medios de transporte rápidos y masivos, como los barcos de
vapor o los ferrocarriles, y las potencias enfrentadas eran
poseedoras de imperios coloniales que cubrían prácticamente todo el
planeta, de manera que pocas zonas del mundo se vieron exentas de
contribuir con soldados o con ayuda material y logística, y de
recibir a cambio esta mortífera plaga. La evaluación de sus efectos
es todavía hoy materia polémica. No sólo la propia guerra mundial,
sino la situación revolucionaria en Rusia o la falta de registros e
información en buena parte del mundo, hacen que las evaluaciones
vayan desde los 25 hasta los 200 millones de muertos, y es posible
que llegase a infectar a prácticamente la mitad de la población
mundial, de la cual el 25% habría mostrado efectos clínicos.
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