jueves, 31 de mayo de 2012

¿En qué se diferenciaba esta epidemia de otras ocurridas antes?


Una de las diferencias más alarmantes fue lo repentino de sus ataques. Encontramos una muestra de ello en la reciente obra The Great Influenza (La gran gripe), de John M. Barry, donde, citando de un informe, se relata lo siguiente: “En Río de Janeiro, el estudiante de medicina Ciro Viera Da Cunha esperaba el tranvía cuando un hombre le preguntó algo con voz perfectamente normal y, acto seguido, murió. En Ciudad del Cabo (Sudáfrica), Charles Lewis estaba subiéndose a un tranvía para regresar a casa cuando el cobrador se desplomó, muerto. Durante el trayecto de cinco kilómetros fallecieron seis personas a bordo del tranvía, entre ellas el conductor”. Todos fueron víctimas de la gripe.

A esta circunstancia hay que agregar el miedo que generó, un miedo a lo desconocido. La ciencia no sabía qué causaba la enfermedad ni cómo se transmitía exactamente. Con todo, se tomaron medidas en interés de la salud pública: se pusieron en cuarentena los puertos y se cerraron cines, iglesias y otros locales públicos. Por ejemplo, en la ciudad de San Francisco (California, EE.UU.), las autoridades ordenaron que toda la población llevara mascarillas. Cualquiera que no las llevara en público se arriesgaba a ser multado o encarcelado. Pero nada parecía funcionar: las precauciones eran pocas y, cuando se tomaban, ya era demasiado tarde.

También provocaba miedo el hecho de que la gripe no discriminara a nadie. Por razones todavía sin aclarar, los principales afectados por la pandemia de 1918 no fueron personas de edad avanzada, sino jóvenes sanos. La mayoría de las víctimas mortales de la gripe española tenían entre 20 y 40 años de edad.

Asimismo, fue una epidemia de verdadero alcance mundial. Ni siquiera las islas tropicales se libraron. En Samoa Occidental (ahora llamada Samoa), la enfermedad entró a bordo de un barco el 7 de noviembre de 1918, y en dos meses mató al 20% de sus 38.302 habitantes. De los principales países del mundo, ninguno escapó sin sufrir numerosas bajas.

Otro aspecto singular fue su magnitud. Analicemos el caso de Filadelfia (Pensilvania, EE.UU.), ciudad a la que la enfermedad atacó con rapidez y de forma sumamente letal. A mediados de octubre de 1918 no había ya suficientes ataúdes. El historiador Alfred W. Crosby comenta: “Cierto fabricante de féretros aseguró que hubiera podido vender 5.000 en dos horas, de haberlos tenido. Había ocasiones en las que el depósito de cadáveres de la ciudad tenía diez cuerpos por cada féretro disponible”.

En relativamente poco tiempo, la gripe había matado a más personas que cualquier otra pandemia similar de la historia humana. Por lo general se acepta que murieron 21.000.000 de personas en todo el mundo, pero hoy día hay epidemiólogos que creen que la cifra fue mayor, quizás 50 o incluso 100 millones. John M. Barry, mencionado antes, señala: “La gripe española mató a más personas en un año que la peste negra de la Edad Media en un siglo; mató a más personas en veinticuatro semanas que el sida en veinticuatro años”.

Por increíble que parezca, fallecieron más estadounidenses en aproximadamente un año debido a la gripe que los que murieron luchando en las dos guerras mundiales juntas. La escritora Gina Kolata señala: “Si una plaga semejante se desatara hoy y acabara con un porcentaje similar de la población de Estados Unidos, morirían un millón y medio de norteamericanos, cifra que supera la de quienes mueren anualmente por enfermedades cardíacas, cáncer, apoplejías, enfermedades pulmonares crónicas, sida y Alzheimer”.

En pocas palabras, la gripe española fue la pandemia más devastadora de la historia de la humanidad. ¿Pudo hacer algo la ciencia médica?

Cuando los médicos no sabían qué hacer

A principios de la I Guerra Mundial, la medicina parecía haber logrado grandes avances en la lucha contra las enfermedades. Incluso durante la guerra, los médicos se enorgullecían de haber reducido los efectos de las enfermedades infecciosas. Por aquel entonces, la revista The Ladies Home Journal afirmó que los hogares norteamericanos ya no precisaban una habitación para velar a los muertos y proponía llamar de ahí en adelante a esos cuartos living rooms, que en inglés significa “salas para los vivos”. Pero entonces surgió la gripe española, que prácticamente dejó a los médicos con las manos atadas.

Alfred W. Crosby escribe: “Los profesionales médicos de 1918 fueron parte del mayor fracaso de la medicina del siglo XX o, si se mide en función del número total de muertos, [el mayor fracaso] de todos los tiempos”. Para quitarles un poco de responsabilidad a los facultativos, el escritor John M. Barry aclara: “En aquel entonces, los científicos captaron a la perfección la magnitud de la plaga, sabían cómo curar las neumonías secundarias causadas por bacterias y propusieron medidas sanitarias que hubieran salvado a decenas de miles de estadounidenses. Pero los políticos no les hicieron caso”.


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