miércoles, 23 de mayo de 2012

libro: la reacción social ante la gripe española parte 44


Cada varios días surgen casos así, quizá no tan
terribles como el presentado. En cierta ocasión detienen a un
individuo por tirarse delante del tranvía hasta dos veces
consecutivas sin conseguir su propósito de acabar con su
vida. Hay quienes se pegan un tiro, otros se arrojan desde
una terraza elevada. No faltan los casos en que los vecinos
se inquietan por la ausencia de uno de ellos hasta que,
forzando la puerta las autoridades, encuentran el cadáver
consumido de alguien que murió en soledad.
No es inhabitual encontrar comentarios sobre el
hecho de que los cementerios estén situados en el centro de
algunas localidades, constituyendo un foco de infección
permanente. La situación en las ciudades es algo diferente:
hay más medios, mayor higiene, posibilidad de desinfección
de personas y edificios. Se valora en muchos casos la
conveniencia de cerrar teatros y cafés, algo que en ocasiones
resulta innecesario porque, en lo peor de la epidemia, la
gente no los frecuenta. Se emiten bandos prohibiendo la

celebración del próximo Día de los Santos pero, sobre todo
en los pueblos, sigue persistiendo la costumbre de pasear
imágenes religiosas, hacer rogativas, novenas, triduos y todo
tipo de reuniones piadosas pidiendo una protección que las
autoridades se veían incapaces de proporcionar.

Pese a que la tragedia en el mundo rural era muy
grande, las informaciones periodísticas se centran muchas
veces en las dos grandes capitales: Madrid y Barcelona. La
situación es diametralmente opuesta en ambas. Mientras que
la primera había sido una de las principales víctimas de la
primera ola de gripe, la segunda se había librado en el mes
de mayo. Ahora sucedía exactamente al revés pero con un
balance que encendía todas las alarmas en la capital
catalana.

Los números escuetos ya son llamativos por sí
mismos y evocan el clima existente en una capital que
mantenía cerrados los espectáculos públicos y donde
muchos servicios (como Correos, tranvías, etc.) funcionaban
bajo mínimos por ausencia de gran parte de su plantilla. El
25 de octubre se informaba de que, en las tres primeras
semanas de ese mes, el número de fallecidos había sido de
4.748, a una media de unos doscientos diarios (la cota
máxima fue de 315 en un día). En días sucesivos hubo 290,
252…Cuando el día 29 se anunciaban “sólo” 164 muertos el
día anterior, las autoridades se atrevieron a hablar de
mejoría de la tremenda situación vivida.

Para continuar:
“Ya el tranvía me entra en la ciudad. De vez en
cuando, una tienda cerrada, ante el albarán
mortuorio, un grupo de viandantes que se
renueva. Por el paseo de Gracia, el coche de los
muertos pasa, con un féretro humilde, al galope.
- Desde que he salido de casa llevo contados
nueve muertos –oigo decir.
Yo cuatro, en cuatro minutos…
La gripe habrá diezmado villas y pueblos de las
ruralías míseras, pero no ha intoxicado a una
ciudad con la furiosa virulencia que a Barcelona.
La mortalidad cotidiana normal era de unas
cuarenta defunciones. Ahora cada día se traga
doscientos cincuenta muertos. ¡Un muerto cada
cinco minutos! En 1914 la epidemia tífica,
cuando más, y fue un solo día, alcanzó ciento
doce fallecimientos.
- Así –pregunto-, la cantidad de enfermos será
enorme.
- Más de cien mil –me responden”

En Madrid, en cambio, la agitación provenía de los
periódicos, más que de la población. Todos temían una
infección de similares proporciones, pero la Corte parecía
librarse de manera sorprendente pese a la existencia de
algunos casos aislados, generalmente en personas venidas de

zonas infectadas. La gripe se abrió paso en diversos pueblos
de la sierra madrileña, empezando en Horcajo para seguir
por Torrejón de Ardoz, Canillejas y Alcalá. Sin embargo,
algún diario notaba de nuevo que, en esta última, población
muy atacada por la gripe en primavera, la enfermedad no
parecía tener la misma capacidad de contagio que en otras.
De hecho, a primeros de octubre se informó de los fallecidos
durante el mes anterior según el motivo: frente a los 30
muertos por la gripe, había 25 de fiebre tifoidea, 49 de
viruela, 55 de meningitis, 54 de cáncer y hasta 149 de
tuberculosis pulmonar. Se hablaba frecuentemente de la
“inmunidad” de Madrid frente a la epidemia sin que nadie
acertara a saber por qué, salvo para tomarlo como un hecho
consumado: los que más habían sufrido la gripe en la
primera oleada no eran proclives al contagio en la medida en
que sí lo eran las localidades que se habían librado de
aquella.






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